Page 70 - Panorama general de los linchamientos en Puebla_online
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produzca lo inesperado como una forma de resistencia ante el proyecto de olvido
        de una soberanía que no cesa de inscribir una preocupación vacía de contenidos
        materiales y de responsabilidades específicas. Si existe algo peor que la indiferencia
        extrema del Estado, es la simulación de procesos de restauración, la coartada de la
        justicia y la instrumentalización del dolor y del agravio. El discurso de la reparación, la
        transición y la restauración en condiciones históricas y sociales donde la violencia y
        la economía se identifican con el poder, no es una forma de gobierno codificada en
        términos de verdad, justicia y memoria, sino una administración de la frontera entre
        la vida y la muerte, una forma de ejercer el gobierno centrada en la exaltación de la
        condición inerme.

               Cuando se da paso al vacío, al silencio, para hacer justicia a quienes fueron
        ofendidos y humillados, atravesados por la violencia mortal, se instaura un “escenario
        transicional” a través de la infamia y se disemina, por indiferencia, hasta normalizarse
        en la vida  cotidiana. Parece que los excluidos, los que han quedado fuera de la
        historia, como desperdicio humano, los que son silenciados por la degradación de la
        condición humana, convocan de manera irrevocable a un ejercicio de memoria y
        eso tiene un vínculo con la justicia. Sin embargo, la figura más terrible de los procesos
        de  transición,  de  su  banalización  y  de  su  gratuidad  aparente,  son  los  espacios
        humanitarios que disuelven el horror de abrir la puerta al vecino y encontrar la muerte.

               El 14 de septiembre de 1968, Lucas García García abrió su casa para alojar a
        los trabajadores de la BUAP. Solo se puede imaginar las textualidades de un recuerdo,
        no solo de la transmisión un mensaje, sino de hacer legible lo vivido y esto solo es
        posible  si  la  narración  se  enfrenta  a  la  opacidad  de  la  lengua,  a  la  dificultad  de
        significar en ella. Pero hay un momento de suspensión, un proceso doloroso, de íntima
        traducción, escucha y lectura, que convierte la palabra en experiencia. Tensión entre
        lo escuchado y lo transmitido, entre la experiencia vivida y la experiencia escuchada,
        leída. En esa hiancia se abren las sensaciones de una noche lluviosa, entre el frío del
        ambiente y el espanto de ver cuando avasallaron los cuerpos. El griterío fuera de la
        casa y dentro de ella, unos pidiendo sangre y otros conteniéndola. Esta se disolvió
        con la lluvia, con el olvido. La hija de Lucas, Alberta Guadalupe García Arce, cuenta:
        “nos  quitaron  todo,  los cuatro  que quedamos no  estudiamos, no  tenemos  nada,
        nada nada. Hasta la casa destruyeron, todo lo acabaron” (González, 2019). Más de
        50 años se ha prolongado  el sufrimiento  de una repetición  sin sentido,  humillante,
        gravosa, en espera de una reelaboración  de la experiencia que transforme  de


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